Hoy, cuando se conmemora el Día Internacional de las Víctimas, cuatro de ellas contaron sus historias.
EL COLOMBIANO
9 de Abril de 2015
http://m.eluniversal.com.co/colombia/victimas-cuando-el-dolor-no-les-doblego-la-fe-190008
Dicen las víctimas: “siempre seremos víctimas, y el dolor nos acompañará siempre, pero seguiremos adelante, luchando por volver a tener nuestras vidas, la misma que perdimos antes de nuestras tragedias”.
Así lo piensa Dolly Castañeda, María Elena Toro, Alba Leticia Amariles, María Isabel Ocampo Amariles, Mario de Jesús Cano, y seguro, los más de seis millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado colombiano. Muchas de ellas, se quedaron en sus tragedias, otras quisieron superarlo y no pudieron, pero otras no permitieron que el dolor les doblegara la fe, la voluntad y hoy enseñan a otros afectados a salir adelante.
Hoy, cuando se conmemora el Día Internacional de las Víctimas, cuatro de ellas contaron sus historias. Algunas lloraron, otras prometieron no dejarse abatir por los recuerdos, pero todas enviaron un mensaje a las que sufren como ellas un dolor tenue, que parece una llama flameante y les carcome cada día: “no se dejen abatir.
Hay que seguir adelante porque el día vendrá en que no habrá más lágrimas”. En medio del proceso de paz entre el Gobierno y las Farc, en el país se siguen presentando más afectados por las hotilidades y hoy, es un día, en palabras de las propias víctimas, para visibilizar todo lo que han sufrido, “aunque esas intenciones se terminan siempre cuando el reloj marca las 12 de la noche y comienza un nuevo día”.
MARÍA ELENA TORO: PERDÓN, SIN OLVIDO
Para mitigar su dolor, María Elena Toro se hizo una promesa: desentrañar ella misma una verdad que le ha llegado a medias desde el momento en que su hijo, Franklin Varón Toro, fue desaparecido por paramilitares en Frontino, el 22 de febrero de 1997.
Entusiasmada con esa idea, y como una forma de tener presente a Frank —pues empezó a pensarlo más intensamente— terminó su bachillerato el año pasado, y en este 2015, estudia Investigación Judicial en el Politécnico de Antioquia y Promotora Comunitaria y Acompañamiento Sicosocial a las Víctimas, en la Universidad San Buenaventura. “El dolor no cesa. Siempre seremos víctimas, pero hay que dignificar a los que hemos padecido el conflicto”, dice.
En su pequeña figura, de manos regordetas y pelo cano, guarda los recuerdos dolorosos en 18 años de búsqueda incesante de Franklin, y esta es la razón por la que
cada miércoles, cuando la ciudad se sume en el letargo del almuerzo, María Elena Toro va al centro de Medellín. Se baja del metro, desciende las escaleras una a una como contando las gradas, y camina despacio hasta la iglesia La Candelaria. Exhibe un pendón blancuzco, desgastado con el paso del tiempo. Muestra las fotos de su hijo y de otros familiares desaparecidos también por las autodefensas. Ella acompaña a otras víctimas y les enseña el camino tortuoso del perdón, pero no del olvido, porque sostiene, como alguna vez lo hizo Manuel Mejía Vallejo, que “uno se muere cuando lo olvidan”. Ante la indiferencia de la ciudad con los desaparecidos María
Elena ya no llora. En silencio espera el regreso de su hijo. Cuando siente que el alma “se le arruga”, se aferra a su padre de 97 años y su madre de 91. Cuida de ellos, y de la mascota —un pato llamado Donald—, que les alegra esos días en los que el dolor no mengua.
DOLLY CASTAÑEDA: VIVIR CON ESPERANZA Y SIN DESFALLECER
Dolly Castañeda sabe tanto de mecánica de vehículos, que cuando un conductor de la empresa de transporte en la que es la jefe de mantenimiento la llama a decirle que un carro tiene un ruido raro, ella de inmediato reconoce el problema. En su oficina, rodeada de estatuas de vírgenes, velones encendidos y fotografías de su hija Ruth Beatriz Castañeda, se siente orgullosa de ser la primera mujer en ocupar ese cargo “hecho solo para machos”.
Sin un asomo de tristeza, y con el positivismo en cada palabra dicha con esa voz gruesa, Dolly lanza una sentencia: las Farc nunca me verán llorar. Y nunca la verán llorar por esa hija que el 15 de octubre de 1997 se llevó el frente 34 de las Farc. “Empecé a pensar en ella y me aferré mucho a Dios. Me sirvió un sacerdote que me dijo que yo era muy egoísta. Eso fue como un chorro de agua fría en mi cara, pero me hizo sentir que era cierto, que tenía que vivir para esperar a mi hija cuando regrese”.
Por eso Dolly siempre sonríe. Y lo hace aún más desde aquel mes de abril de 2012 cuando vio a su hija en un video de las Farc, con un camuflado. “A ella la obligaron a quedarse. Ellos me pidieron 600 millones de pesos por ella, pero yo no los tenía. Desde eso, nunca más volvía a saber de ella”.
Entre herramientas de carros, planillas de microbuses, mecánicos y parqueaderos, Dolly envía un mensaje a las víctimas: hay que seguir adelante, y hace una promesa: el día que se funda en un abrazo con su hija llevara a algunos periodistas. “Y ese día lloraré, pero en secreto, porque las Farc nunca me verán derramar una lágrima”.
MARIO CANO: PERSEVERAR POR LA VERDAD
Mario de Jesús Cano ha tocado tantas puertas buscando respuestas para saber de su sobrino, que a veces siente que solo le falta tocar las del cielo y averiguar por él: un joven de 14 años que un día después de jugar fútbol, la Policía se lo llevó en una moto y no volvió a saber nada del pequeño. “Él estaba sentado con los muchachos después del partido. Al barrio llegaron dos motos con tres policías y se lo llevaron. Nunca más volvimos a saber de él”. Mario asumió la búsqueda de Carlos Alberto Cano Chaverra. Su hermano, padre del menor de edad, perdió el raciocinio; y la madre del muchacho, murió con la esperanza del volver a verlo. “Los médicos nos dijeron que fue un cáncer, pero nosotros sabemos que fue la pena moral por la pérdida”, dice Mario, y su voz se quiebra, mientras sostiene un pendón con la cara del niño.
Toda esa lucha por saber dónde esta su sobrino ha vuelto a Mario como un roble, pero un hombre con alma y cuerpo de roble, y esa experiencia las transmite a las otras víctimas del conflicto armado que, de tanto esperar un regreso, sienten desfallecer. “A ellas les digo: no nos podemos dejar vencer por la incertidumbre. Tenemos que seguir adelante, denunciando para que todos esos delitos no se queden impunes”.
Así como las mujeres que van cada ocho días a la iglesia La Candelaria, Mario hace su plantón en el atrio de la parroquia, ante la mirada indiferente de los transeúntes. Siente que le duele que cada persona que pasa por allí, se haya acostumbrado a que la desaparición sea un caso ajeno. “No los ha tocado la desgracia”, asevera, y por eso le duele que en muchas ocasiones, incluso, pisen las fotografías de los desaparecidos.
Pero Mario no pierde la esperanza, ni la fuerza, y ese es el ejemplo que las otras víctimas toman de él.
“Solo pedimos que nos digan dónde está. Queremos encontrarlo vivo, y sino que nos digan dónde están por lo menos sus huesitos”.
Tras el plantón, Mario recoge su pendón y se pierde entre la gente. A veces cree ver el rostro del niño entre los miles y miles de personas que a diario caminan la ruta que el transita con la foto de su pequeño debajo del brazo. Mientras se aleja piensa que “nadie sabe lo de nadie” y por eso asegura que seguirá insistiendo, porque su dolor y procesión van por dentro.
ALBA LETICIA AMARILES Y MARÍA ISABEL OCAMPO: ES MEJOR EL AMOR EN LA VIDA
En la vida de Alba Leticia Amariles y de su hija María Isabel Ocampo Amariles, no hay espacio para el rencor o el odio hacia las personas que las sacaron de ese terruño que era todo para ellas.
Hoy, años después de dejar su finca en Abejorral, acosadas por los grupos armados ilegales, ayudan a otras mujeres víctimas del conflicto.
María Isabel —profesora normalista— les enseña a las mujeres del barrio La Gabriela, en Bello, a tejer, a pintar, a hacer manillas. “Cuando nos desplazaron sentimos que la vida se nos iba, y sentimos que dejar todo en nuestra tierra, era viajar a un mundo sin sentido”, dice Alba Leticia, acosada por las lágrimas que le recuerdan esa época en la que los hombres de camuflado se llevaban a las niñas a una bodega de su pueblo para reclutarlas. En secreto, y a escondidas, envió a sus hijas a Medellín y luego ella dejó su trabajo como Promotora de Salud, dejó el amor y se vino a ese mundo desconocido. Dice María Isabel, una mujer con alma de poeta y mano de artista, que solo conoció el dolor del desplazamiento cuando hizo la declaración, y lo más paradójico es que hoy no aparecen en el registro de víctimas.
“No guardamos rencor. Por eso en este barrio hicimos el ‘taller de los sueños’”.
Y así es. En las casas de cada una de las asistentes a los talleres solo se habla de metas, de salir adelante, del amor y del perdón, pese a que a veces no tienen materiales para seguir con esta labor. Cuando María Isabel y Alba revisan su pasado las lágrimas les ahogan, pero ayudar a los demás es el bálsamo para sus heridas.
