UNA HORA DE TERROR EN PLAYÓN DE OROZCO

www.elheraldo.co
31 de Diciembre de 1969
http://www.elheraldo.co/local/una-hora-de-terror-en-playon-de-orozco

A Idal Antonio Arévalo González todo el mundo en Playón de Orozco lo recuerda como el mejor futbolista del pueblo y de sus alrededores. “En eso nadie le veía media por aquí”, dice sonriendo Martín Palacín, de 28 años, al recordar los días en que armaban partidos de bola e’ trapo en medio del polvorín espeso y amarillo de las calles de ese corregimiento del El Piñón, en el Magdalena.

Buen mozo y lleno de ilusiones, a sus 19 años recién cumplidos era uno de los muchachos más ‘cotizados’ entre las jovencitas de por allí. Había terminado su bachillerato un año antes y soñaba con irse a buscar otros horizontes, tal vez en Barranquilla o Santa Marta, pero su papá no lo dejaba.

“Usté sabe, por miedo a que en la ciudad se fuera a perdé por ahí, en cosas malas… pero fíjese cómo me mataron mi pelao, aquí mismo, dentro del pueblo”, recuerda con lágrimas en los ojos Nancy, su mamá, mientras contempla la fotografía del muchacho que reposa sobre una mesa cubierta con mantel de hule, en la salita de su humilde rancho.

Solitaria, abandonada y llena de dolor. Así luce hoy la iglesia San Antonio, testigo de los terribles hechos en el Playón.

A Nancy, pescadora por herencia y por necesidad, las lágrimas le brotan de manera incontenible y contagiosa, cuando se le recuerda aquel mediodía del sábado 9 de enero de 1999 en el que Playón de Orozco vivió la segunda masacre más grande del año en Colombia, en la cual murió no solo su hijo menor, sino también su esposo Antonio Arévalo, de 52 años, y su yerno, Julio Pabón, de 32.

En apenas 60 minutos que fueron una eternidad para los habitantes de este pueblo de agricultores y pescadores, 27 personas, una de ellas mujer, fueron ultimadas a tiros, y luego descuartizadas, por casi un centenar de paramilitares que además incendiaron 20 casas.

A las 12:30 de la tarde, hombres armados hasta los dientes, vestidos en su mayoría de civil, irrumpieron en la población a bordo de cuatro camionetas y bajo el mando de una mujer cuyo solo apodo aún siembra terror entre los campesinos de la región: ‘La Mona’. Una hora después salieron, dejando tras de sí la más pavorosa imagen.

EL DOLOR SIGUE LATENTE

Aquel día de comienzos de año, Idal Antonio estaba, como casi todos en su pueblo, participando en el bautizo colectivo que a las 11 de la mañana ofició el padre Giovanny Sanjuán en la pequeña iglesia de San Martín. En un pueblo profundamente católico en el que no hay cura de planta, la presencia del sacerdote es un acontecimiento que hay que aprovechar y por eso todo el mundo alistó bautizo y, además, se preparó para empalmar con la celebración, en horas de la noche, del grado de bachiller de una de las muchachas del corregimiento. Pero de la ilusión festiva, la gente pasó al pánico físico cuando la muerte entró rampante al humilde corregimiento que en ese entonces tenía apenas tres calles y 90 familias.

lba Luz Carpio, que es algo así como la memoria del pueblo, perdió aquel sábado a un total de 13 familiares, entre ellos dos cuñados, un sobrino y nueve primos. Ella dice que se salvó porque aquel día de la tragedia ella había ido a Santa Marta a atender el grado de un hijo. “Ninguno de los que murieron merecía esa suerte. Era gente sana, humilde; almas benditas que lo único que habían empuñado era un machete o un azadón”, dice con evidente rabia.

Antes de ese 9 de enero ya en el Playón habían advertido la presencia de hombres armados que hasta se hacían pasar por guerrilleros. “Ese día, una de las primeras casas en la que se metieron fue la mía, donde vivía con mi mamá. Todos me cuentan que había dos mujeres, pero que la que comandaba el grupo era una tal Sandra, una mona, gruesa, que insultaba a todo el mundo, y que ordenaba a todos correr hacia la plaza”, cuenta Alba, quien volvió a su pueblo el mismo día de la tragedia.

Del grupo reunido, los paramilitares separaron a los hombres de las mujeres y de los niños. A estos últimos los encerraron en la iglesia, el puesto de salud y en una casita diagonal al templo. A los hombres se los llevaron al otro extremo, les ordenaron que se quitaran las camisas, los pusieron contra la pared y les pidieron sus cédulas.

TODOS MURIERON…

De entre los hombres escogieron a algunos. “¡Ven tú, mariquita!”, “Ven tú, que tienes corte de mujer”, “¡Corre para allá, huevoncito!” Al final, ‘La Mona’ preguntó quién era Ramón García, presidente de la Junta de Acción Comunal, pero al no encontrarlo se llevaron al papá y lo metieron en una casa cerca al cementerio, junto con otros. Todos murieron.

Cuando ya se habían llevado varios grupos de hombres, al final, preguntaron quién era la promotora de salud y la sacaron de la capilla, donde se encontraba rezando junto a sus vecinos y amigos. A ella le dijeron que se fuera, pero cuando había avanzado casi una cuadra, le dispararon por la espalda.

Se llamaba Carmen Rudas, tenía algo más de 30 años y estaba casada con Carlos Cano, con quien tuvo cuatro hijos, el menor de ocho meses. Además, estaba embarazada.

Cuando todo acabó, Martín y Carlos Calvo fueron los primeros que se atrevieron a recorrer las calles y ver la cantidad de casas en llamas. Encontraron luego el macabro espectáculo de sus parientes y amigos de toda la vida muertos, regados como en cuatro partes distintas.

Después de la masacre del 99, en Playón de Orozco la gente no volvió a ser la misma. Muchos aún tiemblan al sentir extraños en su pueblo.

No podíamos creer lo que veíamos. Nos tocó entonces empezar a arriar muertos hasta sus casas, porque las mujeres estaban destrozadas y los niños… no me quiero acordar… Yo buscaba desesperado a un hermano, hasta que por fin lo encontré, pero estaba muerto.”, dice Martín con ojos brillantes y la mirada perdida.

A las 4 de la tarde, los hombres que sobrevivieron andaban como locos, a lomo de burro e incluso a pie, buscando ataúdes en los pueblos vecinos, como San Basilio, Sabana y Pivijay. “Cómo sería el terror que se vivió aquí, que el cura, que había estado encerrado con la gente en la iglesia, se fue a pie apenas terminó todo”, dijo. Fue una noche larga y tenebrosa. Ya el domingo en la tarde, Playón de Orozco era un pueblo fantasma y así permaneció por ocho meses. Nadie se atrevía a volver.

LAS VÍCTIMAS

Aquel día perdieron sus vidas el profesor Jorge Calvo, de 32 años, quien trabajaba en una vereda de Chivolo; el ex inspector del pueblo, Lascanio De la Hoz; los primos Julio Pabón Miranda, de 32 años, y Julio Mozo Ortiz, de 28, jornaleros; los trabajadores de finca Luis Alberto De la Hoz y Manuel Villa; Luis José Bocanegra, quien estaba desgranando maíz cuando lo sacaron de su casa, y Néstor García, residente en la vereda Veranillo, quien estaba de visita ese día.

Igualmente, José Agustín Palacín, de 22 años; Ramón García, de 35, y Jaime Rojano, ex inspector, a quienes mataron juntos. También a Orlando Polo Villa, de 30 años; Andrés José Salas, de 25 años, estudiante de odontología; Andrés Polo Villa, de 34; Antonio Arévalo, de 52; Diomedes Barrios, de 21; Humberto Cervantes, de 32; Humberto Romo, de 30; Hansel Rodríguez, de 23 años; Álvaro De la Cruz, de 25; Edgardo De la Hoz, de 42; Ángel Castillo, de 47; Eduardo Bocanegra, de 36; Luis Alberto Dávila Camacho e Idal Antonio Arévalo, de 19, el más joven de todos. Y la única mujer del grupo: la promotora de salud Carmen Rudas.

LA HORA DEL RETORNO

Después de la masacre del 99, en Playón de Orozco la gente no volvió a ser la misma. Muchos aún tiemblan al sentir extraños en su pueblo.

Pasados los meses, la gente que esporádicamente volvía, empezó a limpiar las calles. En el año 2000, 15 familias regresaron llenas de miedo, pero con la firme intención de quedarse allí de una vez para siempre, pasara lo que pasara.

“¿Por qué no lo íbamos a hacer si aquí no se le debía nada a nadie?”, pregunta Alba Carpio, quien luego de la muerte de Carmen Rudas asumió con valentía el rol de promotora. Hoy, ella preside la Asociación de Campesinos Desplazados y Retornados de Playón de Orozco, Acadepo, y como tal se alista para venir a Barranquilla este 20 de agosto a participar como víctima del paramilitar ‘Jorge 40’, jefe de ‘Esteban’, el comandante que en enero del 99 impartió la orden de dar una lección a la gente de ese corregimiento.

Playón de Orozco cuenta hoy con 188 familias que viven de las labores del campo. Allí la pobreza de la gente contrasta con la riqueza de sus tierras y la exuberancia del paisaje.

La población está a algo más de dos horas de Barranquilla —si ha llovido son más de tres, porque los caminos destapados se vuelven intransitables— siguiendo la carretera Oriental hasta Puerto Giraldo, donde se toma un ferry que lleva al interesado hasta Salamina. Luego de recorrer los corregimientos de Sabanas y San Basilio, como escondido entre el monte está el Playón.

Los 115 niños que hoy crecen felices allí, ajenos al trágico pasado, se educan en una escuela que está en pésimas condiciones, con aulas insuficientes y mal dotadas. Un panorama similar ofrece el puesto de salud. Sin embargo, pese a todo y a los recuerdos mismos, la gente luce hoy aparentemente tranquila, aunque las mujeres mayores llevan un luto eterno por sus muertos.

El vallenato y la ranchera retumban en muchas casas, sobre todo un domingo, pues allá la gente antes que preocuparse por un televisor, se desvive por una grabadora o por armar un mini-picó. “Es que aquí somos muy rumberos, eso hace parte de nuestra identidad, y por eso es que hemos podido sobrellevar este dolor”, afirmó Alejandro Barrios, inspector del pueblo.