UN PUÑADO DE HUESOS

Isaura Yela y José Melo recibieron en un pequeño cofre los restos de dos de sus hijos asesinados por los paramilitares y sepultados en una fosa común. Pero aún les falta recuperar otros tres familiares.

SEMANA
12/08/2007

Desde aquel día en que la desgracia se metió en sus vidas, toda la familia Melo Yela soñó con este funeral. Están reunidos alrededor de dos pequeños ataúdes de madera. Cuatro cirios iluminan la penumbra de la pequeña casa campesina, donde los abuelos, los niños, y los amigos se han congregado para el velorio. Es la noche del 24 de noviembre y decenas de vecinos de la vereda El Águila, en La Dorada (Putumayo), llegan a acompañarlos.

En el centro de la sala están los dos cofres, sobre una mesa pulcramente decorada con un mantel sobre el que cae un velo blanco. En la estrecha sala se va reuniendo una veintena de personas. En el corredor y junto a la ventana, unas 30 más hablan en voz baja, lagrimean y se funden en abrazos con la familia. La atmósfera es triste. Reviven un dolor añejo en esta ceremonia tan anhelada. El silencio es interrumpido por la voz de una mujer entrada en años, que en tono místico dice: ”Damos gracias a Dios por habernos permitido encontrar a Dilia Lucía y a José Miguel, y por su descanso eterno ofrecemos este santo rosario…”. Y todos empiezan a rezar.

Hace ocho años exactamente, los paramilitares se llevaron de un zarpazo a cinco miembros de los Melo Yela, una humilde y numerosa familia oriunda de Nariño, que había llegado a Putumayo 20 años atrás, a colonizar un pedazo de tierra. El 7 de diciembre de 1999 se reunieron, como siempre, para encender las velitas juntos. Al día siguiente, después de almorzar, nueve de ellos se fueron en una camioneta de estacas por la trocha polvorienta que en media hora de recorrido los llevaría a la cabecera municipal de La Dorada. Iban José Miguel Melo Yela, de 38 años; su hermana María Licenia, de 28, quien iba con sus dos hijas gemelas de 4 años; y Dilia Lucía, que viajaba con su esposo José Delgado y con su hija Paola Andrea. Con ellos estaba también Modesto Salazar, un trabajador amigo de la familia.

Cuando llevaban 10 minutos de recorrido, se encontraron con un grupo paramilitar fuertemente armado, que los obligó a bajar del vehículo. Sin mediar muchas palabras, retuvieron a María Licenia y a José Miguel. No valieron las súplicas ni el llanto. Los paras obligaron al resto a seguir su camino. Cuando llegaron a La Dorada, en medio de la confusión y el miedo, decidieron devolverse para tratar de convencer al grupo armado de que liberara a sus hermanos. Estaban dispuestos a entregar lo que fuera a cambio de sus vidas. No sabían que este grupo de paramilitares era inconmovible y no tenía límites cuando de matar se trataba. La camioneta apareció abandonada horas después. Adentro estaban encerradas y llorando las tres niñas. Los demás habían desaparecido. Nunca más se supo de los tres hermanos Melo Yela, José Delgado y el trabajador.

Poco después, Luis Raúl, el mayor de los hermanos, que sobrevivió porque no había hecho el fatídico viaje, buscó un contacto con los comandantes del Frente Sur del Putumayo, para indagar sobre la suerte de sus familiares desaparecidos. Pero no le dieron ninguna. ”Deje de averiguar pendejadas” , fue la respuesta que obtuvo. ”Nunca denuncié la desaparición de mi familia porque acá no había ni un policía ni nada”, dice Luis Raúl. Los Melo Yela tuvieron que llorar en silencio a sus muertos, sin perder la esperanza de saber algún día la verdad sobre lo sucedido.

Este año, cuando Luis Raúl se enteró de que la Fiscalía estaba buscando a los desaparecidos en todo el valle del Guamuez, empezó a recabar información sobre la muerte de sus hermanos, hasta que alguien le dijo que sus cuerpos estaban enterrados en la vereda El Arco.

El 25 de abril, él mismo acompañó a la Fiscalía para que abrieran las fosas y efectivamente encontraron los restos de cuatro de los cinco desaparecidos. La ropa, los objetos y los documentos encontrados han permitido identificarlos a todos. Durante estos siete meses, la Fiscalía verificó con exámenes forenses y pruebas de ADN que por lo menos dos de las osamentas pertenecían a Dilia Lucía y José Miguel. Los otros dos restos exhumados -los de José Delgado y Modesto Salazar- están en un laboratorio de Cali y próximamente serán entregados. Pero de María Licenia no hay cuerpo ni fosa, ni rastro alguno.

El duelo

La llegada de los restos es un alivio para la familia, pero no responde las preguntas de por qué mataron a sus seres queridos. Entre los rostros de los campesinos, adultos y niños, que rodean los ataúdes, hay uno que resplandece.

Es Paola Andrea, una niña de 12 años y facciones finas. Distinto a todos, ella tiene la frescura de quien acaba de darse un baño, luce un vestido de gala, está delicadamente peinada y tiene las uñas brillantes, recién arregladas. Se ha preparado así para velar los restos de su mamá. Casi no se acuerda de ella. Tenía apenas 4 años cuando, desde la camioneta, vio que un grupo de hombres se la llevó. ”Ella estaba llorando, sólo me dijo que me quería mucho… Ahora por lo menos voy a poder visitarla en el cementerio”, dice. A ella, como a todos en el velorio, le preocupa sobre todo el sufrimiento de su abuela Isaura.

Pálida, inconsolable y agotada, Isaura, de 65 años, no ha querido comer nada a pesar de que cayó desmayada cuando regresó de recibir los restos de sus hijos. Está de pie, replicando con resignación ‘Ave Marías’. Aunque han pasado ocho años, todavía le quedan lágrimas para llorar por sus hijos.

La primera vez que lloró por ellos fue el día de la desaparición, cuando una corazonada le dijo que algo no estaba bien. Horas después de que su familia había salido en la camioneta, notó que su esposo y su hijo mayor corrían de un lado para otro, alterados. Preguntó qué pasaba, pero nadie le contó la verdad. La familia, para no agravar su salud, prefirió no contarle nada hasta saber qué había pasado realmente. Cuando se dieron cuenta de que pasaban los días y las semanas sin tener razón de los desaparecidos, decidieron ocultarle la tragedia para siempre. Le dijeron que sus hijos habían tenido un altercado con el resto de la familia y se habían ido para Ecuador a vivir. Que no tenían forma de comunicarse. Que le mandaban saludos.

Isaura lloró desconsolada todos estos años. Pero confiaba que volvería a verlos.

Aguardó su regreso hasta un día que una vecina le reveló la verdad. Entonces lloró sin parar durantes noches y días. Paradójicamente, ahora frente a el puñado de huesos que le entregaron de sus hijos, le da gracias a Dios. ”Por una parte estoy contenta porque estoy con mis dos hijos aquí, pero por otro lado sigo muy triste porque me falta la otra hija”, dice entre sollozos.

El duelo aún no termina. Don José, el silencioso padre de la familia, tampoco encuentra total sosiego velando a sus dos hijos. Lo desvela todavía no saber nada del cuerpo de María Licenia. Si se le pregunta si es capaz de perdonar a quienes destruyeron su familia, dice que prefiere la justicia. Y sobre todo, poder enterrar a sus hijos. Especialmente para que Isaura deje de sufrir, y también por un elemental sentido de la dignidad: ”que la gente tenga una tumba decente y no que estén por ahí, tirados en cualquier parte como un perro”.