RAFAEL VALENCIA MUÑOZ

bogotaparalela-
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Se estima que la cifra de desapariciones forzadas en Colombia oscila entre 3.000 y 14.000, según datos de ASFADES -Asociación de Familiares de Desaparecidos-. La mayoría de los desaparecidos son personas vinculadas a sectores de izquierda. La autora del cuento ”El disparo”, señala: ”fue un episodio de la vida real de la nación; sucedió en nuestra ciudad, era un profesor universitario, militante de izquierda del Movimiento 19 de Abril M-19, que creía en la Justicia y el Amor para todos. Fue desaparecido a sus 34 años el 4 de abril de 1984 ,en los procesos de ”Dialogo”. Aún no sabemos dónde está…”

El disparo

Rafael Valencia Muñoz

De pronto escuché la voz, la orden que me golpeó la vida: ”Dispara, dispara”. Era la voz de mi capitán Pérez, y disparé, como en las canchas de fútbol improvisadas de mi barrio, para hacer el gol de la victoria y ganar la apuesta; disparé y no escuché las voces alegres de mi gallada: ¡Buena Flaco! Y sudoroso y lleno de arena regresaba a mi casa, donde mi viejita me preparaba limonada al tiempo que armaba cantaleta de palabras cansadas: ”te la pasas dándole patadas todo el santo día a una pelota, nosotros estamos muy viejos, tu papá está muy cansado y tú dándole patadas todo el día a una pelota, busca trabajo”. Y yo le decía, tranquila vieja que solo necesito un gol, un solo gol, para que me contrate el Juventud… Disparé y escuché el sonido sordo de un cuerpo cayendo sin quejido alguno porque estabas muerto en vida desde hacía muchos días. En mi cabeza estalló una bomba de dolor al pensar en mi destino triste después de que disparé no el gol de mi vida sino la bala que puso fin a tu existencia.
Escucho los llantos y los rezos que no quisiste para tu velorio ”el día que muera no quiero llantos ni velorios ni una mierda, que me quemen y lancen mis cenizas al mar”. Así piensan los comunistas decía mi vieja al escucharte; pero la vida es traicionera. Escucho los rezos que nunca quisiste y siento tu presencia muerta, y tu mirada que no ve me acusa; siento la mirada de todos y oigo las voces silenciosas de los de la gallada: ”¡Flaco, tú lo mataste, disparaste cuando mi capitán Pérez dio la orden!” (Estoy nervioso nadie sabe ni tiene porqué saber que fui yo quien disparo. ”Es un secreto de la institución” dijo el Capitán Pérez). No sé por qué estoy aquí, una fuerza invisible y poderosa impide que me marche (”tómese el día libre” dijo el Capitán Pérez, ”tiene que descansar, sé que estas cosas son duras; es la primera vez -a lo mejor lo conocía, se crío en su barrio- después se acostumbrará. En nuestra profesión le vemos la cara todos los días a la muerte”).

Una fuerza poderosa me obliga a mirar tu cuerpo destrozado metido en esa caja que no te cuadra; Miro, y recuerdo cuando estábamos en el Codeba y subido en una tribuna improvisada hablabas de los pobres que deben guiar el tren y ni un paso atrás, si retrocedo, empujadme; si me quedo, aplastadme con vuestros pasos de vencedores hacia la victoria final; o, cuando los sábados me decías: ”Flaco la vida no es darle patadas a una pelota”. No te entendía, ni quería entenderte, solo pensaba en ser titular de la gloriosa escuadra roji-blanca.

Tu viejo se acerca y me dice ”Eduardo nos lo mataron”. Y el capitán Pérez me grita dispara, dispara, dispara marica, ¿acaso es tu hermano? Mi hermano de la infancia y de la juventud y de los partidos de fútbol y de las jevitas que martilleábamos en las esquinas oscuras, mi hermano de las copias en los exámenes de Botánica, de los bochinches y guachafitas contra ”pata’palo”, el profesor de Historia. No, no quiero tinto, digo cuando María me ofrece un pocillo de café negro. Escucho los rezos que nunca quisiste. ”Lastima, tan buena persona que es”, decía mamá, y tu vieja me dice ”Eduardo nos lo mataron, porque no pudo acostumbrarse al hambre de esta casa”, y tengo que bajar los ojos ¿por qué, no joda, tenia que ser yo? (Un bautizo, dijo el capitán Pérez, vamos a ver si tienes cojones para llevar las armas de la república”). Yo que solo quería ser un jugador del poderoso e invencible Juventud, y que en mis días de sueños solitarios escuchaba al locutor deportivo: ”La pelota la lleva Eduardo Ramírez, saca uno, saca dos, toca suavemente para Calonga quien avanza con pelota dominada, devuelve para Eduardo, que jugadorazo, baja con el pecho, saca uno, dos, tres, se enfrenta al gol-kiper, patea suavemente por el costado izquierdo y gol, gol, gooool del Garrincha Ramírez (en el barrio todo mundo me decía Flaco y Garrincha) y Eduardo Ramírez soy yo. Maldita la hora en que mi pierna izquierda se lesionó para toda la vida y no pude marcar el gol de la fama. Ese día estaban los representantes de Juventud viéndome jugar. Cogí la pelota en la media cancha, eludí a cuatro jugadores contrarios, quedé solo con el portero, pateé suavemente, solo sentí un dolor punzante en mi pierna izquierda por la mala intención del guardameta. No me queda otra alternativa que el trabajo en el ejército que me consiguió mi padrino (”como eres bachiller puedes llegar a ocupar un buen cargo de oficina”). Cuando te llevaron al cuarto de los condenados mirabas sin ver, no sentías ni reconocías. Estabas convertido en una bola de golpes, te reconocí por la nariz, por los pies grandes y el lunar en el cuello. Procuraba darte de comer y de beber, a escondidas, y de consolarte con mis palabras torpes; hablándote de los viejos tiempos y de tu vieja. Quise avisarle, pero no pude (”La institución tiene sus secretos”). Dos días, no, tres de pesadillas para mí; creo que me sorprendieron brindándote mi solidaridad (”Ramírez, ¿se recuerda de la parábola del buen samaritano? Eso está bien para los curas, pero no para los soldados que combatimos por la defensa y el honor de la patria en contra de los subversivos que quieren descuadernar este país. Recuerde, nada de contemplaciones con los subversivos”, dijo el capitán Pérez). Estoy seguro de que por esto me escogió a mí para que disparara (”dispara, dispara marica cabrón, acaso es tu hermano?”). Llega la hora, están cerrando la tapa del ataúd, me abro paso entre las gentes, me hago en primer lugar y sobre mi hombro derecho coloco una esquina del ataúd, todo el mundo agita las manos, los niños se empinan para tocarlo.

III. La carta

Vieja linda, hace dos meses, la última vez que te vi, tus grandes ojos conservaban la tristeza de siempre, tristeza que, según contaba la abuela, nació contigo y nunca pudiste derrotar, te ha tocado vivir la dignidad de la pobreza. Recuerda las viejas historias de la familia que contaba la abuela: una finquita en la sabana donde nunca faltaba nada, se trabajaba duro, pero había para vivir; después llegaron los malos tiempos y los prestamistas y los terratenientes que acabaron con todo. Abuelo murió de pena. Se vinieron a la ciudad, y tú que eres la mayor, tuviste que trabajar desde muy niña en una tostadora de café. No tuviste un juguete. (Estaba muy pequeño cuando abuela contaba estas cosas, pero comprendía, y desde ese momento comenzó a crecer mi rabia contra las injusticias). Te casaste y llegaron los hijos, entre ellos yo; papá murió muy joven, apenas recién entrando a los treinta, casi no lo conocí. Seguiste tú sola, luchando por formarnos como hombres serios y responsables. A base de esfuerzos conseguiste una casita en el barrio Sur, teníamos un techo propio donde morir. Pusiste todas las esperanzas de tu vejez segura en mí, que soy el mayor. Tu ejemplo heroico, y la vida que fui viendo y conociendo, me enseñaron que la felicidad para todos solo es posible cuando se acaba con la miseria. Entonces comencé mi lucha, la marcha hacia la vida, hacia el pan para todos. He recorrido los caminos de esta patria que me duele, y en todas partes he visto hombres de miradas lánguidas y melancólicas, con las esperanzas muertas entre sus manos de trabajo; mujeres de vejez prematura que miran pasar sus días de pobreza sin alegría; he visto ancianos que desde hace mucho tiempo olvidaron la risa, y niños vestidos de privaciones, sin pan para comer, sin una letra para aprender y sin un techo donde resguardarse de la lluvia y del frío de la noche. Gente como tú y como yo que cualquier día se muere sin haber visto el fruto de su ilusión, sin conocer el significado real de la palabra felicidad; también he visto derroche, gastos suntuarios, hombres que lo tienen todo, son muy pocos, pero son. Tú sabes viejita que soy un hombre honesto y no puedo soportar estas abismales desigualdades, estos aberrantes privilegios. He escogido libremente el camino de la vida nueva, de la tierra nueva. No hay nada tan valioso como la vida nueva dignificada. El escoger el camino de la redención del mi pueblo me ha costado privaciones, humillaciones, golpes y cárcel. No me arrepiento. Estoy seguro de que en tu vejez, no tan tranquila como la soñaste, estás orgullosa de mí. Cuídate mucho, y no te preocupes, todo saldrá bien; saludos a Elena y a la Flaca.

IV. La búsqueda

-¿Nombre?
-Margoth, viuda de Rodriguez.
-¿Edad?
-Cincuenta y cuatro años.
-¿Profesión?
-Jubilada.
-¿Dirección de residencia?
-Carrera veinte, numero veinte cero cuatro.
-¿Asunto solicitado?
-Detención de mi hijo.
-¿Nombre?
-Rafael Valencia Muñoz.
-Espere al comandante.

Es una sala grande, fría, desprovista de adornos. Un escudo y una bandera tricolor. Un escritorio con una vieja máquina de escribir, detrás de la cual está un militar joven, rostro impersonal, que trató de ser amable. Al fondo una puerta color café en cuya parte superior hay un letrero: COMANDANTE, en brillantes letras de bronce. Unas sillas de madera rústica, dura, también de color café. En una de ellas se sentó la mujer triste. Estaba vestida completamente de negro y retorcía entre sus manos marchitas un pañuelo que había perdido su encanto original. Era una mujer alta, fornida, altiva. Esperaba, la cabeza hacia atrás, pegada ala pared y los ojos entrecerrados. Escuchó el ruido de pasos, un golpe de talones, un, firmes mi comandante. Abre completamente los ojos negros, grandes, pero cubiertos de tristeza. Su mirada apesadumbrada recorrió sola buscando algo y tropezó la espalda verde del comandante que abría la puerta. Se levantó y dio unos pasos.

-Siga, tiene media hora para expresar su caso.
-Gracias…
-Coronel.
-Gracias mi coronel.

La mujer entró a la oficina del comandante, sus ojos la recorrieron, se posaron en el retrato grande del presidente, saltaron al de un prócer de la patria, se detuvieron en una pizarra negra donde figuraban en orden jerárquico los mandos militares, y, finalmente, miraron fijamente los ojos de águila del coronel, quien la reparaba de pies a cabeza. Era un hombre de oficina y de guerra. Su rostro era duro, sobre él nunca había puesto su huella la emoción. La boca formada por dos frías líneas de hierro, trató de sonreír, pero solo logró un esbozo de mueca.

-Siéntese, señora, ¿en qué podemos servirle?

El ambiente era pesado, trágico; por la ventana de cristal la mujer vio varios grupos de soldados: unos en completa formación recibiendo instrucciones de su superior; otros sentados, cabeza gacha y el casco sobre las rodillas; por la ventana de la izquierda miró hacia una plazoleta en cuyo centro hay un monumento a la bandera y por esta ventana alcanzó a ver los buses atiborrados de gentes que se dirigían a la zona industrial; veía a un hombre que caminaba lentamente por la calle buscando algo, y después se detuvo, miró una puerta y oprimió un timbre. La mujer se acomodó en una vieja silla y sintió la misma extraña sensación de cuando fue a la escuela de la vereda donde trabajaba su hijo y encontró en ella un puesto militar, y el comandante del puesto le dijo que era una escuelita que dirigían los militares -acción cívico-militar- y que allí nunca había laborado personal civil. Una sensación de impotencia y derrota.

-Gracias comandante, es para el asunto de mi hijo.
-¿Qué asunto?
-Mi hijo fue detenido.
-¿Cuándo?
-Hace 15 días, el 4 de abril de 1984…
-¡¡Hum!! Extraño, hace mas de quince días que está suspendido el reclutamiento.
-Sí, fue detenido, sacado de la escuela de la vereda San Martín.
-Esa escuela está dirigida por militares, hace parte de nuestro programa de integración a la comunidad.
-Sí, fue detenido allí.
-¿Cómo lo sabe?
-Me enviaron una carta, donde me decían que lo habían detenido hombres con aspecto de militares..
-¿Está segura?

La mujer se mordió los labios de rabia, nadie nunca había puesto en duda su palabra.

-No diga mentiras, comandante, me enseñaron a morir por la verdad como a Cristo…
-¡Muéstreme la carta!

Ella abrió el bolso, todo estaba en orden: el peine, la polvera, una billetera, y en uno de los compartimientos, la carta. La sacó cuidadosamente.

-¡Tome, léala!

Un brillo de esperanza nació en su mirada. Había recorrido en búsqueda inútil desde la apartada vereda hasta las oficinas de la Brigada. No se le había ocurrido hablar de la carta. ”El comandante comprenderá y me dejará verlo”, pensó. El comandante leyó la carta, ojos que repasaron las líneas sin ninguna emoción. No se podía decir que se alegraba, ni que se entristecía, ni que comprendía… Diez minutos después sus ojos de águila guerrera se paraban nuevamente en la mujer.

-Es una carta anónima, sin firma responsable, quizá es alguien que quiere desprestigiar a la institución -dijo, con voz de hielo, sin matices-. Oprimió un timbre y apareció el Coronel -sonar talones, mano derecha a la altura de la sien y voz ¡Firmes mi comandante!-. Tráigame el libro de detenciones de este mes.

-¿Cómo llegó esta carta?
-Hace tres días, el lunes por la mañana estaba barriendo y la encontré, la tiraron por debajo de la puerta.

El comandante se puso de pie, paseó circularmente por la oficina; sacó una cajetilla de cigarrillos y ofreció uno a la mujer, ”Gracias, ni fumo” dijo ella, ¿le fastidia el humo?, preguntó él. ”No, no se incomode, si quiere fumar hágalo, no me fastidia”. Llegó el coronel, nuevamente sonar de talones, mano a la altura de la sien. El cigarrillo se quedó sin encender. El comandante buscó hoja por hoja y pasó el libro a la mujer quien también buscó sin resultado.

-Señora, el ejército no detiene a ningún individuo sin una orden por escrito de un juez. No tenemos ninguna orden contra el señor…
-Rafael Valencia Muñoz.
-…contra el señor Rafael Valencia Muñoz. Búsquelo en una comisaría, puede ser un caso de simple policía.

La mujer en silencio dio la vuelta. En la puerta se volvió, miró tímidamente al comandante.

-¿La carta? -dijo.
-Déjela, abriré una investigación sobre el caso de su hijo. Regrese el próximo lunes, le tendré una respuesta concreta.

La mujer sabía que su hijo estaba detenido, que estaba allí. Su intuición de madre se lo decía. Regresó el lunes: la misma antesala, el mismo chocar de talones, la misma mano a la altura de la misma sien, la misma voz ”Firme mi comandante”, los mismos soldados alineados recibiendo instrucciones, los mismos soldados sentados, cabeza gacha y el casco sobre las rodillas…

-Señora he investigado personalmente, con especial interés sobre el caso de su hijo, y en ninguna de las guarniciones bajo mi jurisdicción aparece detenido.

El comandante sacó unos papeles y le dijo: ”Firme aquí”. Ella firmó sin leer. Es una constancia de que su hijo nunca ha sido detenido, según el libro de control y la investigación adelantada por el comandante. ”¿La carta?” ”¿Por qué no me entrega la carta?”, dijo ella. ”No es posible señora. Ella queda en los archivos de la investigación”. La mujer sintió ganas de llorar, pero no lo hizo, las lágrimas se le secaron hace muchos años. El comandante le palmoteó la espalda y le hizo la misma recomendación: ”Búsquelo en las comisarías”.
La mujer recorrió las comisarías, fue a los juzgados; cada día más convencida de que a su hijo le iba a suceder una desgracia, acudió a las autoridades eclesiásticas y civiles; le envió una carta el Presidente de la República, pidiéndole que se interesara por el caso de su hijo. La respuesta fue siempre la misma, su hijo nunca ha estado detenido, nunca ha sido acusado de nada, no tiene antecedentes judiciales, la escuela de la vereda San Martín siempre ha estado regentada por militares, siempre a sus ordenes… A los catorce meses de idas y venidas, de cartas que no se leían, de memoriales de esperanzas y diligencias sin resultados, un grupo de vecinos le llevó el periódico, allí estaba su hijo desfigurado. Una leyenda de pie de pagina decía. ”El antisocial N.N. fue encontrado muerto en la carretera circunvalar, en lo que parece ser una guerra entre mafiosos”.

Pero aún en la vida real no aparece nuestro hermano del alma, los que lo amamos, ¡¡¡no lo olvidamos!!! Ofrendó su vida, por el techo, la comida, la libertad y el bienestar de tantos que como usted o yo, ”no podemos perdonar a la vida desatenta, ni a la muerte enamorada, no tener hoy festejando y celebrando este nuevo renacer de una patria, que hasta hace poco empieza a hablar en voz alta, haciendo lo imposible PARA que la felicidad sea posible para una inmensa mayoría y no solo para unos pocos”…
Su padre murió esperándolo a que apareciera un día asomando por las esquinas de la alegría plena…
Su padre murió esperándolo en su silla mecedora… Su padre con el nombre del primer hombre no parió los caínes que acabaron con su Abel, pues estos eran hijos del mismísimo diablo.