El alevoso crimen contra Milciades Cantillo Costa y el atentado contra la periodista Lola Acosta, en Valledupar, es una prueba más de la inevitabilidad de la muerte como dato estadístico, frente a una existencia carente de escrúpulo, salvaje y, la pérdida de la capacidad de sorpresa.
eltiempo.com
Autor Orlando Guerra Bonilla
10 de abril de 1995
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Milciades Cantillo lideró aquella camada de estudiantes loperenos de los años 60s, en cuyo centro literario era un impacto de inteligencia. A los 13 años declamaba muchas páginas de los poetas y cantores tutelares de esta comarca. Pero mucho más que estos recuerdos sueltos, está esa generación que maduró precozmente. Ya llevaba en su cabeza y en el corazón las claves de la perplejidad y el misterio de la desdicha. Y por ese pesimismo –como lo dijo Henry Luque Muñoz–, entregaron su plena juventud a las cenizas; impusieron a los que le sobrevivieron el legado de la nostalgia; despreciaron la realidad en favor del silencio de la ultratumba.
Pero qué tiempos estos, diría Milciades Cantillo, pues hablar del amor es un crimen, porque supone callar sobre muchas alevosías. Esta generación elige el sacrificio y la muerte como escarmiento, en un país con tradiciones sanas y agrarias, por la ruptura con una época impresionantemente insana y cínica, en que todos los días, frente a la muerte, afirmamos que eso se le debe al sistema, pero callamos y, por lo tanto lo eternizamos.
Uno de los rasgos característicos de Milciades Cantillo consistió en la lealtad a sus principios, en la perseverancia de sus opiniones y en la energía incontrastable de su conducta. Por lo mismo, no era de esos hombres que cambiaba merced a las circunstancias, era el mismo hombre como simple ciudadano y como político, era el mismo en la calamidad y en las regiones del poder. Era en todas partes el apóstol del pueblo y de las reformas; ir adelante, fue la aspiración de toda su vida; jamás quiso entrar en transacciones y nunca prestó oídos a los tímidos y a los egoístas que le gritaban: No es tiempo . Siempre daba un paso en la senda del progreso.
El entusiasmo, la convicción íntima de que trabajaba por el bien de la sociedad, le dieron aquella admirable firmeza, que lo acompañó hasta sus últimos días, y que ayudó a resistir impasible los embates del infortunio y de la adversidad. A la firmeza del apóstol unía la serenidad del mártir.
Frente a la muerte deja una gran lección: en la política tolerada, la sociedad tiene que educar a las personas no para luchar para la felicidad, sino por el afecto mutuo. Porque si bien una bestia puede experimentar felicidad, mientras devora la presa, sólo el hombre puede sentir afecto mutuo. En circunstancias muy trágicas y pese a la amplitud y el poder del mal, subsiste la bondad, sin la cual el optimismo carecería de sentido.
Paz en la tumba de Milciades Cantillo Costa, y ojalá en la otra, en las tardes del estío, acudamos a buscar la sombra grata y refrescante, bajo las generosas ramas del viejo palo de mango, en la plaza, Alfonso López Pumarejo