LAS SEMILLAS DE LISINIA COLLAZOS

El testimonio de esta indígena de la Comunidad Páez, sobreviviente de la masacre del Alto Naya, demuestra que la única forma de empezar a sanar las heridas de la guerra es escuchando a las víctimas más que a los victimarios.

Por ÓSCAR MONTES
Barranquilla, Sábado 25 de Noviembre 2006
oscarmontes65@yahoo.es

Colombia sufre de un pecado imperdonable: la indolencia. La indolencia por las víctimas. Su dolor nunca nos enternece. No nos conmueve. Siempre preferimos mirar exactamente para el otro lado con tal de no ver sus rostros lacerantes. Estamos convencidos de que si las ignoramos ellas dejan de existir. Preferimos ocuparnos, eso sí, de los victimarios. Sabemos sus nombres de pila bautismal y sus alias, leemos con fruición todas sus declaraciones mentirosas y cínicas, compramos sus libros donde sólo confiesan sus pecados veniales o pasan cuentas de cobro a antiguos socios o viejos amigos, que vienen a ser los mismos.

Los victimarios aparecen a diario en todos los medios de comunicación. Así ha sido siempre. Desde los años de ‘Sangre Negra’ hasta los de ‘Jorge 40’, pasando por Pablo Escobar, a quien después de muerto sus familiares le siguen sacando el jugo a su calavera. Hasta venden a precio de oro las imágenes exclusivas que muestran su cráneo perforado, vaya uno a saber por quién, si por él mismo, que como buen cobarde prefirió matarse antes que pagar por sus crímenes, o por alguien que pasó su cuenta de cobro a nombre de miles de uniformados muertos por órdenes del capo.

¿Hay algo que no sepamos de ‘Tirofijo’? Abundan los libros escritos por autores ya muertos que hablan de todas las muertes de alias ‘Manuel Marulanda’. Por sus cambuches en la selva ha pasado buena parte de nuestra clase dirigente, tanto en épocas de diálogos como en épocas de guerra. Hay periodistas cultos e influyentes que tienen en la mesa de centro de su sala fotos con el jefe guerrillero como prueba de su ‘hazaña’, o de su ‘independencia profesional’. O, nunca se sabe, como un seguro de vida para calamidades futuras. Hay diplomáticos a los que sólo les bastó una conversación muy corta con el jefe guerrillero para seguir alimentando su leyenda de Robin Hood colombiano, leyenda que a propósito fue la misma que acompañó a Pablo Escobar en los años de ‘Medellín sin tugurios’. Marulanda, al igual que Escobar, es un victimario.

De los hermanos Castaño conocemos casi todo: que Fidel era el mayor y que un día juró en su finca de Amalfi (Antioquia) que vengaría la muerte de su padre a quien las Farc asesinaron porque se opuso a su secuestro. Que con la misma pasión con que mataba campesinos en Urabá y Córdoba compraba obras de arte en París. Que Carlos, muerto Fidel en un combate con las Farc en la frontera con Panamá, juró vengar la muerte de su padre y también la de su hermano y que en lugar de coleccionar obras de arte prefería comprar armas. Que Vicente no sólo no vengó la muerte de su padre y de su hermano sino que habría tenido que ver con el asesinato de su hermano menor, a quien su organización criminal terminó señalando de traidor. Hoy huye de la justicia y manda cartas a los medios de comunicación que se las publican con amplio despliegue. Siempre ha sido así: los victimarios primero y casi siempre los únicos.

Cuando los medios de comunicación mencionan a las víctimas se amparan en las cifras, que es la excusa perfecta para no ocuparse de ellas: veinte personas murieron en el ataque del ELN al oleoducto en Machuca, otras veinte fueron masacradas en Bojayá, doce en El Chengue, treinta en El Tomate, quince en El Salado…
Y así se nos va la vida contando muertos en pueblos olvidados, en tierras demasiado lejanas, donde el Estado fue el primero que salió corriendo. O lo que es peor, nunca alcanzó a llegar. Primero llegaron los otros, la guerrilla, los paramilitares o los narcotraficantes. Y cuando estos se fueron, cansados y aburridos de matar inocentes, el Estado siguió ausente. Allá están las víctimas solas cargando con su dolor. Allá siguen las viudas y los huérfanos esperando que Dios se apiade de ellos. Allá siguen, ya sin fuerza, sin aliento, sin ganas de vivir.

Hablemos, aunque sea una sola vez, de una de las millones de víctimas de la guerra en Colombia: Lisinia Collazos, una de las sobrevivientes de la masacre del Alto Naya, ocurrida el 11 de abril de 2001. Lisinia es una indígena de la Comunidad Páez, no llega a tener 40 años, es menudita, de piel cetrina y ojos vivaces.
Habla con propiedad y con firmeza. Con dignidad y orgullo. Es una mujer altiva y noble, pese a todo. Ella es una de las tantas sobrevivientes que han dejado a lo largo y ancho del país las ya incontables masacres que han realizado por igual guerrilleros o paramilitares. El testimonio de Lisinia conmovió a los asistentes al lanzamiento de la Fundación Víctimas Visibles en el auditorio de la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá hace pocas semanas.

El Estado ausente

La comunidad de Lisinia Collazos toda la vida ha trabajado la tierra en las selvas de la costa del Pacífico. Un día cualquiera del año 2000 empezaron a llegar a la Comunidad Páez unos señores armados interesados en comprar tierras en el Alto Naya. Ofrecían una muy buena cantidad de dinero y la garantía de pagar en efectivo. La Comunidad se negó a todas sus pretensiones, pues la tierra es lo único que tienen. El valor estratégico de la tierra de los Páez radica en que les permite a los paramilitares y a los guerrilleros sacar la coca que cultivan por la costa Pacífica. Por esa razón ofrecían cualquier cantidad de dinero por unas buenas hectáreas. Pero como no se las vendieron entonces empezaron a llamarlos guerrilleros y a matarlos uno por uno: ”Es que esos indios son guerrilleros”, decían los paramilitares a las autoridades de la región. Y los guerrilleros, de las Farc y el ELN, a su vez, acusaban a la Comunidad Páez de ser paramilitares.

En los primeros meses de 2001 ya todos sabían que iba a ocurrir una masacre en el Alto Naya. Los propios indígenas fueron hasta Santander de Quilichao y Timbío en el Cauca a decir que los iban a matar. Nadie los escuchó. Y el 11 de abril los paramilitares llegaron y los mataron. A Lisinia le asesinaron a su esposo, que era un líder de la comunidad y a varios amigos y a muchos familiares. Ella y sus tres hijos se salvaron de milagro. ”Vi morir a cinco personas. A un primo que era el presidente de la Acción Comunal lo asesinaron meses antes de la masacre. Todos nuestros proyectos se truncaron porque nos vimos obligados a desplazarnos a otros sitios a empezar una nueva vida. Toda nuestra familia, abuelos, tíos, viven muy lejos y ya no podemos reunirnos como lo hacíamos antes. Nosotros lo que pedimos hoy es que se haga justicia con verdad y reparación. Y confiamos en que algún día se sepa quién mando a hacer esto”, dice Lisinia sin que la voz se le quiebre. Ya ha llorado bastante. La procesión ahora la lleva por dentro.

¿Y el Estado, Lisinia? ¿Dónde estaba el Estado que debe garantizar la vida, honra y bienes de todos los colombianos, según reza la Constitución Nacional? El Estado nunca llegó. Ni antes, ni durante, ni después de la masacre del Alto Naya, como tampoco ha llegado ni antes, ni durante, ni después de las demás masacres que han ocurrido en este país de masacres. Pero para ser exactos y justos en el caso del Alto Naya habría que decir que el Estado sí llegó. Llegó a través de la Red de Solidaridad Nacional, que meses después de la matanza se apareció con toneladas de semillas que les repartió a los sobrevivientes. Eran cientos de bultos de semilla: de maíz, fríjol, tomates…

Y toda esa cantidad de semilla se perdió. Toda se pudrió arrumada en los rincones de las casas de los indígenas de la Comunidad Paéz. ”Es que el problema de nosotros, Doctor, no es la semilla: es la tierra, que la perdimos todita, Doctor. Nosotros podemos conseguir la semilla, Doctor. Lo que necesitamos es que nos ayude a recuperar la tierra”, le dijo Lisinia al funcionario de la Red de Solidaridad que había viajado desde Bogotá. Y Lisinia tiene toda la razón: el problema no es la semilla, Doctor. El problema es la tierra.

oscarmontes65@yahoo.es