[…] esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, había desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras.
–Señoras y señores –dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada–, tienen cinco minutos para abandonar el lugar.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
–Han pasado cinco minutos –dijo el capitán en el mismo tono–. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajo al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. “Estos Cabrones son capaces de disparar”, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer.
Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenia enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz –¡Cabrones! –gritó,– Les regalamos el minuto que falta. Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea.
De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: ‘Aaaay, mi madre.’ Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego.
Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. […] Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de media noche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, diviso las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.
–Buenos –dijo exhausto,– soy José Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte.
–Debían ser como tres mil –murmuró.
–¿Qué?
–Los muertos –aclaró él,– debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. “Aquí no ha habido muertos” dijo “Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo”
–Eran más de tres mil –fue todo cuanto dijo José Arcadio Segundo.– Ahora estoy seguro que eran todos los estaban en la estación. (1)
La confusa masacre de las bananeras ocurrida en la ciudad de Ciénaga, departamento de Magdalena, en 1928, ha terminado por resignificarse como uno de los hitos fundacionales de la historia sindical en Colombia. Como lo ha señalado Mauricio Archila “tal vez no exista en la historia del país un hecho tan doloroso y al mismo tiempo sometido a los vaivenes de la ficción como lo ocurrido en la noche entre el 5 y 6 de diciembre en Ciénaga, Magdalena”. (2)
Algo más de 10.000 obreros sin ninguna garantía laboral, una compañía -la United Fruit-, sin aparentes obligaciones legales dada su modalidad de subcontratación, una huelga de más de un mes y los rumores de apoyo de algún funcionario del gobierno que nunca llegó, fueron el escenario en el que tuvo lugar una masacre distorsionada en la bruma de los recuerdos y los intereses políticos, y cuyos vacíos en la historia han sido cubiertos por los poderes de la imaginación y los sinsabores del amargo recuerdo que ha sido recreado por Gabriel García Márquez, Ricardo Rendón y Jorge Eliécer Gaitán, entre otros. Según las versiones los asesinatos fueron nueve, o miles; vagones de trenes trasportaban los cadáveres; fueron los obreros quienes dispararon, o estos estaban borrachos; en fin, circulan versiones que recogen rumores encontrados; de masacre a simple confrontación, de imagen difusa a violencia fundacional, no obstante, este suceso ha terminado por convertirse, más allá de las verdades de rigor histórico, en la imagen fundacional de la historia del sindicalismo colombiano que habita en la memoria colectiva de los trabajadores del país.
1. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Barcelona, Cátedra, 2000 , pp. 417-430.
2. “Masacre de las bananeras, diciembre 6 de 1928”, Credencial Historia, Nº 117, Bogotá, septiembre 1999.