Hebert Rodríguez
Estudiante Comunicación Social Periodismo UPB
http://www.historiasdeasfalto.com/facultaddecontar/5minutosparamorir.aspx
”Si el narcotráfico está en guerra con la Policía, por qué tenemos
que pagar nosotros este problema; quién paga los daños,
las lesiones, los traumas físicos y sicológicos y borra de la mente
de nuestros niños el horror de lo que acaba de pasar”
El Tiempo, diciembre 30, 1992
PARTE 1
Eran las 9:00 cuando Miriam Estrada cerró su negocio y dejó la bombilla de la calle encendida para iluminar un poco esa noche oscura que se apoderaba del barrio. En la calle 20 sólo se oía el viento que atrajo la lluvia y empapó el lugar. Una lluvia tenue que intentaba aguar la fiesta de Estela Pérez ese 3 de diciembre mientras celebraba su cumpleaños. “Vayan para la casa mijos que Medellín anda muy inseguro”, dijo la señora Miriam a unos muchachos que llegaron minutos antes de que las puertas de su tienda cerraran buscando una gaseosa. “A mí quién me va a hacer algo doña Miriam si yo no le debo nada a nadie”, respondió uno de ellos y siguió conversando.
Eran casi las 10:00 de la noche y las madres se refugiaban en sus hogares junto al calor del televisor para presenciar la novela de la época. “Sangre de lobos” reunía todas las noches a millones de familias colombianas que prendían la tele para ver los amoríos de un sacerdote con su supuesta hermana mientras las calles permanecían solas y oscuras debido a la Hora Gaviria. Hacía meses que el país venía siendo afectado por la crisis energética y el entonces presidente César Gaviria había tomado como medidas de regulación de energía establecer horarios para el razonamiento de la electricidad. Las luces de las calles se apagaban por completo y algunas cuantas bombillas iluminaban las baldías aceras. En casa de Estela el ambiente de fiesta iluminaba la esquina de la calle 20 del barrio Santafé y la calle 68GG del Barrio Antioquia. Poco a poco iban llegando los amigos para iniciar la celebración.
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Sucelt y Matilde habían salido de compras para eso de las 2:00pm y habían dejado en casa a Gerson, el esposo de Maty, a cargo de sus dos hijos. El tiempo pasaba lento mientras ellas andaban la calle y él esperaba ansioso en su casa. El desespero se apoderaba de él mientras el minutero del reloj de pared avanzaba ruidosamente y la televisión anunciaba los acontecimientos nefastos del día anterior. La lucha entre el Gobierno y el poderío del narcotráfico a cargo de Pablo Escobar había incrementado y las victimas ascendían por días, por horas, por minutos. Eran las 8:30 pm y su esposa y su hermana aún no regresaban del Éxito de El Poblado de hacer las compras para el bautizo de su hijo menor y los grados de su sobrina Lizette. Habían pasado 9 horas desde que Gerson había salido del trabajo y había encomendado el negocio a su sobrino Hait quien lo relevaba en su cargo a eso de las 2:00 de la tarde y volvía en la noche con las ganancias del kiosco donde vendían gaseosas, panes y empanadas. Los almacenes de cadena estaban amenazados de ser impactados con bombas que detonaban sorpresivamente dejando víctimas y pérdidas arquitectónicas. La presión del Estado contra el capo de la mafia, Pablo escobar, era cada vez más rigurosa y estaban firmes en la cacería de pillos.
“¿Dónde estaban metidas?, me tenían preocupado”, preguntó Gerson con una intensa furia causada por su preocupación. “Venimos de hacer las compras para la fiesta del sábado, cálmese y deje de gritar”, dijo Matilde, intentando calmarlo. Sucelt se molestó con su hermano, tomó sus paquetes y decidió marcharse. Matilde agarró unas cuantas bolsas y la acompañó por 3 cuadras hasta su casa.
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América Pérez regresaba del trabajo que hacía poco había conseguido para demostrarle a su padre que era capaz de sostener un hogar con su esposo James que no era querido en su casa. Las manos las tenía ampolladas de pasar el día empacando productos de belleza en una fábrica de cosméticos. “¿Ahora sí me va a dejar vivir arriba con James?”, le preguntó jocosamente a su papá antes de salir a caminar un rato con su hija y su esposo de apenas un mes. James no era querido en la casa de sus suegros por su fama de vago y vividor. Y aunque había tomado por esposa a América, Raúl, su suegro, no le permitía la entrada a su casa. Ambos luchaban por un amor cuestionado y con limitaciones pero que para ellos era su motivación a seguir viviendo además de su hija. Ni James ni América consumían licor y no estaban cerca de sostener un cigarrillo en su boca. Eran jóvenes tranquilos que habían abandonado sus estudios para nutrir un amor que los consumía. Luego de caminar un rato juntos, Carlos Cadavid, un amigo de la familia, recogió a la niña mientras sus papás se sentaban un rato a tomar algo en la tienda del frente, donde doña Miriam, antes de integrarse a la fiesta. Los hermanos Toro llegaron del frente y se sentaron a charlar con la pareja. “Vayan para la casa mijos que Medellín anda muy inseguro, recuerden el atentado de ayer donde murieron esos policías”, dijo la señora Miriam antes de entrar al negocio para terminar de asear el congelador con su hija.
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Hait masticaba lento mientras escuchaba su rock favorito con los audífonos sobre sus orejas. Debía ir a casa de su tío para entregarle el dinero que había dejado en ganancias el kiosco. “Ya está muy tarde mijo, a qué va a salir a esta hora”, le dijo su padre a eso de las 9:30 antes de que emprendiera el rumbo hasta las tres cuadras vecinas donde vivía su tío. El motivo de preocupación de su padre era quizá el mismo que agobiaba a la señora Miriam cuando insistía angustiada a los muchachos que se resguardaran en sus casas. Hait salió con su camisa amarilla deportiva y unos jeans desaliñados a casa de Gerson, que más que su tío, era un amigo al que le confiaba sus temores y angustias, sus amores y pasiones, sus alegrías y sus triunfos. Hacía poco había iniciado una relación con una chica que vivía en La Cueva, en el Barrio Antioquia y que la relación no prosperó y se acabó. Sus amigos hacían mofas de él porque a sus 20 años no conocía mujer y lo tildaban de ‘Cachuchón’ aunque a él no le importaba porque su novia era el deporte, decía. Los trámites para iniciar las pruebas en las inferiores del Independiente Medellín ya eran una realidad y pasando diciembre iniciaría su sueño de pertenecer a un equipo de fútbol profesional. Una vez cumplida su rutina de entregar el dinero a su tío giró dando la espalda y antes de cerrar la puerta escuchó en un tono inseguro un…” ¡Hait! ”.
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Días antes de que Estela Pérez celebrara su cumpleaños, hombres de Pablo Escobar recorrían las calles de la ciudad buscando el carro ideal para convertirlo en coche-bomba. Un pequeño Renault-4 amarillo que fue hurtado a su dueño se llenó de 120 kilos de dinamita para luego ser detonado a control remoto contra una patrulla de la Policía en la Carrera 70. Pablo Escobar hacía cinco meses había escapado de su cárcel en el sur de la ciudad, Envigado, y el enfrentamiento entre policías y el Cartel de Medellín dirigido por él arrojaba víctimas en un promedio del 7,7% en toda la ciudad. Días antes John Edison Rivera o ‘El Palomo’, reconocido guardaespaldas de Escobar había sido abatido en enfrentamientos con policías al igual que Brances Muñoz Mosquera, ‘Tyson’, otro integrante del Cartel de Medellín.
Según la Revista de Estudios Políticos, del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, estos escenarios de homicidios corresponden al de violencia asociada al narcotráfico y a otras actividades ilícitas organizadas, donde, según su investigación de 1990 a 1993 la guerra entre el Estado y el narcotráfico es responsable de “gran parte de los homicidios”(1) y “son atribuibles a esta confrontación. Sin embargo, el número de muertos se incrementó por la respuesta legal e ilegal de la policía y de los cuerpos de seguridad del Estado”(2).
1 y 2 Medellín entre la muerte y la vida, Revista Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Pág. 202, enero-junio 2005
Días antes de la fuga de Escobar de La Catedral, en los calabozos de esa cárcel, los narcotraficantes Fernando Galeano y Gerardo Moncada fueron asesinados por el jefe del Cartel de Medellín. Lo que Escobar no sabía era que esos homicidios traerían una respuesta en su contra. Cando Fidel Castaño y su hermano, Carlos Castaño, examigos de Pablo, se enteraron de la muerte de Galeano y Moncada ese 4 de julio de 1992, decidieron unir fuerzas con el Cartel de Cali, liderado por los hermanos Rodríguez Orejuela ofreciéndoles acabar con Pablo de una buena vez.
El grupo se hizo llamar ‘Los Pepes’ (Perseguidos por Pablo Escobar) y fue así como Pablo empezó a sentir más hostigamiento aún desde bandos criminales. Según archivos de la Revista Semana se llegó a “aseverar que tras la actividad de los Pepes podrían estar miembros de la Policía Nacional”, institución a la cual el Cartel de Medellín había matado centenares de agentes.
Las muertes y capturas de los hombres que trabajaban para Pablo Escobar desataron un enfrentamiento que dejó 80 policías muertos desde el 28 de octubre, fecha en la que murió ‘Tyson’ hasta el 31 de diciembre. Pero los 334 homicidios que aumentaron en el segundo semestre no se dieron sólo por las muertes de policías. Las esquinas de los barrios ya no eran seguras debido a las matanzas que la policía reportaba como enfrentamientos entre combos y los centros comerciales y almacenes de cadenas vivían en agonía a la espera de que el ¡boom! arrasara con todo. Estas masacres aumentaron y de 35 registradas en 1991 pasaron a 70 para 1992, donde murieron alrededor de 140 personas.
La ciudad llegó a ser considerada la más peligrosa del mundo y sus estadísticas en homicidios por la violencia del narcotráfico lo corroboraban. Según el periódico El Tiempo, “en Medellín la tasa de mortalidad violenta por cada cien mil habitantes es de 296, mientras que en la guerra de Nicaragua esta tasa fue de 200 y durante la segunda guerra mundial fue de 300”, decía en una de sus publicaciones en 1993 donde aseguraba que en ese entonces existía el riesgo de morir en una probabilidad del 92% más que en cualquier ciudad de Alemania o Portugal.
Una vez el coche-bomba amarillo estaba cargado de dinamita, el auto se dejó abandonado en una calle en la Carrera 70, en el oeste de la ciudad, aprovechando el furor que despertaba el fútbol por estos días. Nacional enfrentaba al Junior de Barranquilla por la liguilla que para ese 16 de diciembre definiría campeón del fútbol colombiano. El comando de la Policía había recibido alertas anónimas sobre un posible atentado por la circulación de cinco coche-bombas que rondaban por la ciudad. Sólo hasta que cuatro uniformados que escoltaban una patrulla pasaban por el lugar, decidieron accionar el interruptor que desató la explosión.
En el interior de la patrulla los cuerpos quedaron calcinados mientras los motociclistas murieron al instante con la detonación. Dos estudiantes también murieron. Al igual que un vigilante y un mesero de uno de los locales de la zona. Las pérdidas sumaron un millón de dólares y sobre la calle, un hueco de casi dos metros de diámetro amenazaba con tragarse a cualquier desprevenido que no viera el hoyo de 1 metro de profundidad que dejó la detonación.
Las constantes arremetidas contra los hombres de Pablo Escobar y los constantes atentados contra la fuerza pública llevaron a ambos mandos a encrudecer aún más la lucha. Días antes de esa semana de diciembre, antes del atentado en la 70 y antes de la celebración de Estela Pérez por su cumpleaños, la ciudad se llenó de pasquines que advertían un factor más para no salir a las calles. “Por cada policía muerto, diez civiles paragán”, decía el panfleto que recorría las calles atemorizando a familias enteras. Este fue el resultado de una casería que Pablo había iniciado contra la Policía para reducir la presión del Estado. Se puso precio por cada cabeza de policía en la ciudad y sicarios y hasta policías se lanzaban a las calles buscando víctimas para cobrar sus recompensas.
Según el Suboficial Retirado de la Policía Nacional de Colombia y Abogado de la Universidad Cooperativa de Colombia, Carlos Medellín, asegura que “estos panfletos provenían de grupos criminales, especialmente Los Pepes”, aunque es innegable que la participación de personal interno de la Policía participó con estos grupos criminales vendiendo información, prestaba servicios de seguridad y armas con el fin de acabar con Pablo y a la vez, vengar las muertes de los policías que estaban muriendo por los atentados ordenados por él.
Minuto 5, antes de la muerte
-Dígame tío- dijo Hait.
-No, nada.
-No, no tío, dígame
-No, nada
-¡Tío dígame!
-No te vas a quedar en la calle a estas horas, mirá que Medellín está muy peligroso, acordate de esos volantes que salieron estos días.
-Tranquilo tío. Ya me voy para mi casa.
Luego de esa conversación Hait no volvió a mirar hacia atrás y en el frío de esa lluviosa noche se alejó hacia su casa.
La angustia que atormentaba a Miriam que atormentaba a Gerson que atormentaba a todos, era la misma que no dejaba tranquilos a delincuentes y policías en su guerra por la lucha contra el narcotráfico. No era gratuito que la señora Miriam temiera por la vida de los muchachos, ni que Gerson Rodríguez protegiera a su sobrino. La noche del 2 de diciembre, un día antes del cumpleaños de Estela Pérez, un nuevo atentado había alertado la ciudad. La Carrera 70 había sido el destino para detonar una bomba que terminó llevándose la vida de 11 policías. Medicina Legal recibía muertos en cantidades absurdas (331) y la violencia por narcotráfico inundó la ciudad de muertos y ocupó el segundo lugar en homicidios dejando cifras hasta del 21, 6% entre 1990 y 1993.
Pablo decidió atacar al Estado por el lado flaco y que mayor fuerza de coherción y dominio crea en la gente. El terrorismo fue su arma clave y como sabía que esta jugada astuta traería inconvenientes para el Gobierno, decidió iniciar una orgía de sangre en el país. En las calles se transitaba con miedo y se evitaban las esquinas. Panfletos recorrían las calles avisando retaliaciones por muertes de policías o por muertes de los sicarios que trabajaban para Pablo Escobar.
Quizá Gerson Rodríguez sabía que el panfleto que decía que “por cada policía muerto, diez civiles pagarían” no era en broma y presentía que la cifra de policías muertos en ese atentado la noche anterior, justificarían las más de 110 muertes que esa noche se ejecutarían, incluyendo la de su sobrino.
Minuto 4, antes de la muerte
Hait atravesó las tres cuadras que le tomaba llegar a su casa y antes de girar en la esquina escuchó una voz conocida que lo llamaba desde la acera del frente en la esquina de la calle 68.
-Haitmayí, vení sentate un rato y nos tomamos algo, dijo James, su amigo desde pequeño que se hallaba sentado en una silla de madera que la señora Miriam ponía para quienes visitaban su tienda y que con su invitación interrumpió el recorrido de Hait hacia su casa.
-Si me invita a un croissant, dijo Hait y se sentó a charlar.
Estela seguía celebrando su cumpleaños número 21 en compañía de sus amigos de la universidad y algunos muchachos de la cuadra que decidieron quedarse un rato. En la fiesta no había licor y los chistes iban y venían entorno a esto. “Está muy bueno este whiskey en las rocas”, decían alzando sus Coca Colas mientras James se reía desde el exilio en la otra acera.
Los panfletos de la mafia también circulaban por la ciudad y ofrecían 2 millones de pesos por cada policía muerto. Los sicarios iniciaron una casería en sus barrios ubicando las viviendas de varios uniformados y cobraban sus recompensas a través de los reportes de la prensa.
Entre 1990 y 1999 se registraron cerca de 45.434 homicidios en Medellín y alcanzó su punto máximo de alarma en 1991 con un 42% de aumento en comparación con años anteriores.
Sería por el júbilo de la celebración que ni Estela Pérez, ni James Rodas, ni la señora Miriam vieron pasar el taxi sin placas que estaba recorriendo la zona. Iba y venía por la calle 20 sin ser percibido. Era una sombra nocturna que se escondía tras la oscuridad y la lluvia. Fue cuestión de minutos cuando al pasar por tercera vez decidió estacionarse a una orilla de la calle para iniciar lo que había estado esperando.