EL PLAN MACABRO DEL PARAMILITARISMO

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Hace 30 años, en Medellín, de un día para otro, un grupo armado comenzó a matar a todo aquel que representara liderazgo en derechos humanos. Mientras la Casa Castaño estructuraba su baño en sangre para Colombia, su pistolero mayor, en contraste el menor del clan, Carlos Castaño, forjó su propia hora de exterminio que la memoria colectiva conserva. El momento en que su autodefensa urbana se ensañó con la Universidad de Antioquia, el Comité de Derechos Humanos de Antioquia, la Unión Patriótica, el Partido Comunista. Todo lo que oliera a izquierda.

La tregua entre las Farc y las Fuerzas Armadas, pactada en los tiempos de Belisario Betancur, había entrado en estado agónico; y el gobierno Barco avanzaba por su primer año soportando crímenes políticos. Un crítico contexto que desató una ofensiva paramilitar sin antecedentes en Antioquia. Tres lustros después, en el libro Mi Confesión, Carlos Castaño lo admitió sin tapujos: “regresé a la ciudad a seguir buscando los cerebros de la guerra (…) no eran los dueños de las fincas, ni les pertenecía el capital, pero vivían de la guerra”. En su obtusa lógica, se refería a los líderes de izquierda.

En cinco meses, entre julio y diciembre de 1987, Castaño y sus hombres asesinaron a 17 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia, a los principales líderes del Comité de Derechos Humanos y a importantes activistas de la Unión Patriótica y la Juventud Comunista del mismo departamento. La racha sangrienta comenzó el 3 de julio, cuando fue asesinado el profesor de la facultad de odontología, Darío Garrido Ruíz. El crimen se perpetró en una finca de Urrao (Antioquia). Para encubrir lo sucedido se divulgaron versiones de que lo había hecho el Epl en desarrollo de una extorsión.

Veinticuatro horas después, Edison Castaño Ortega, estudiante de segundo semestre de la misma facultad y de octavo semestre de geología de la Uni versidad Nacional, salió temprano de su casa porque antes de su rutina diaria quería llevar su moto al taller de mecánica. Horas después, se reportó el levantamiento de un NN en el anfiteatro. Era el cadáver del estudioso Castaño. Pero de nada sirvió el rechazo que causó en Medellín el doble asesinato del profesor Garrido y su alumno, porque el 14 de julio fue desaparecido, torturado y asesinado, el estudiante de Medicina Veterinaria y Zootecnia, José Abad Sánchez.

Además de sus estudios de sexto semestre, Abad Sánchez oficiaba también como monitor en la cátedra de fisiología. El día de su desaparición tenía prevista una jornada de práctica en el municipio de Rionegro a la que nunca llegó. Su cuerpo fue encontrado en la carretera a Las Palmas. El mismo destino que tuvo el 26 de julio el estudiante de Derecho, John Jairo Villa Peláez, de 28 años, acribillado cerca a su casa en el barrio Castilla. En ese momento, ya estaban encendidas las alarmas en la ciudad, pero antes de contenerse, la ola de violencia se extendió también al Liceo del centro docente.

El 27 de julio, el estudiante de grado 11 del plantel educativo anexo a la universidad, Yowaldin Cardeño Cardona fue sacado de su casa y, como se volvió el modus operandi de los asesinos, apareció como NN con varios impactos de bala. En cuatro semanas ya se contabilizaban cinco víctimas, y apenas fue el preámbulo de una arremetida mayor, que comenzó el domingo 2 de agosto cuando el estudiante de último semestre de Comunicación Social, José Ignacio Londoño Uribe, fue hallado muerto cerca a su casa. Tenía 28 años y fue asesinado a bala y con arma blanca.

En ese momento, los directivos de la universidad no encontraban qué explicación aportar a la sociedad y corría el rumor de que circulaban panfletos amenazantes en la ciudad firmados por un grupo autodenominado Amor por Medellín, cuyo propósito era limpiar a Medellín de simpatizantes de los grupos guerrilleros. Pero antes de encontrar respuestas de las autoridades, hacia las seis de la tarde del 4 de agosto, apenas dos horas después del sepelio del estudiante José Ignacio Londoño, los sicarios volvieron y le causaron la muerte al profesor de antropología, Carlos López Bedoya.

La acción no fue distinta. Carlos López Bedoya departía en una cafetería frente a la universidad y un joven motorizado se detuvo ante el establecimiento, entró sin inmutarse y le disparó en la cabeza. Ese mismo día, en confusas circunstancias, el profesor de la facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Jesús Hernando Restrepo Escobar, fue embestido por un camión luego de que su automóvil chocara con otro carro. Nadie aportó explicaciones. Mucho menos cuando 24 horas después, el 5 de agosto, el turno de los homicidas fue para el estudiante de la facultad de Ingeniería, Gustavo Franco Marín.

Según versiones generales, Franco Marín fue secuestrado cerca de su vivienda y apareció horas después con un disparo en la cabeza. Luego se supo que días antes había participado en varios actos de protesta en el oriente antioqueño. Ante este nuevo crimen, las autoridades de la universidad optaron por un cierre parcial de actividades que se prolongó hasta el lunes 10 de agosto, mientras que los principales dirigentes de la izquierda democrática en el departamento optaron por realizar una marcha de protesta en las calles de Medellín, en solidaridad con la Universidad de Antioquia.

La marcha de los claveles se realizó el jueves 13 de agosto de 1987 hacia las cuatro de la tarde. Unas 3.000 personas desfilaron por concurridas calles de la ciudad hasta la gobernación de Antioquia, portando pancartas con mensajes de protesta. Como era de esperarse, a la movilización se sumaron profesores, estudiantes, organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, asociaciones privadas y espontáneos ciudadanos. Al frente de la desmovilización estuvo el presidente del Comité de Derechos Humanos y precandidato a la alcaldía de Medellín, Héctor Abad Gómez.