Alberto Verón
El Diario del Otún
30/10/2011
http://www.eldiario.com.co/seccion/CULTURA/el-hombre-del-bast-n-y-la-palabra111107.html
Cuando Maquiavelo escribió “El Príncipe” estaba elaborando una obra dedicada a la figura protagonista de la modernidad: el político, el funcionario público, la clase administradora del Estado. Pero podríamos atrevernos a decir que si en nuestros tiempos escribiéramos un Nuevo Príncipe, allí tendría un lugar definitivo, protagónico, la prensa, el periodista, el cuarto poder.
La historia que se nos presenta de César Augusto López Arias es la prueba fehaciente de como un representante del cuarto poder en una ciudad de provincia, se convierte en una figura significativa de nuestra historia regional. Solamente valiéndose de dos medios a su alcance: la prensa y la radio, acompañadas de una fuerte personalidad pudo estar al orden del día de la vida social. Esa aparente monopolización de la información, ese hacer arte y parte de la vida cotidiana de la provincia, esa visibilidad que se puede alcanzar en una ciudad pequeña favorecieron su carrera pero también le fueron ganando el resentimiento de aquellos que encontraban en él un peligroso oponente. La transferencia del poder que puede detentar el político queda en manos del periodista. Su escenario fundamental es el micrófono, es la máquina de escribir, la opinión y estos instrumentos alcanzan a tener un impacto sobre la comunidad que difícilmente el funcionario público puede alcanzar. El periodista, y más en aquellos tiempos y en una ciudad pequeña, resultaba demasiado visible y podía en últimas, resultar incómodo.
César Augusto López Arias resulta ser una de las figuras más atrayentes que ha tenido esta ciudad. Es atrayente porque resulta demasiado humano: es contradictorio. Puede ser visto como un hombre pragmático, dispuesto desde joven a través de una ambición y una vocación como la prensa a conquistar lo que otros tuvieron desde su cuna. Llegó a Pereira en los tiempos que era esta la segunda ciudad del departamento de Caldas proveniente del municipio de Salento, acompañado de su madre y de su tía, con un bachillerato sin concluir –algo muy usual entre hombres y mujeres pobres pero talentosos, que encontraron en la radio y la prensa la posibilidad de ascender por la escala social–, algo que solamente estaba garantizado a los que tenían herencia, habilidosos en los negocios o que tuvieron el privilegio de llegar a la universidad . Por eso el joven humilde es el típico ejemplar de aquello que los imaginarios acerca de esta ciudad han privilegiado: el ideario del progreso.
Como bien lo muestra en la tercera parte del libro, donde el investigador recoge varias de sus columnas, fue un buen columnista, un hábil entrevistador, alguien que sin ser un escritor literario sabía recoger y pulsar el día a día de la ciudad imprimiéndole su personalidad. La diferencia de López Arias con muchos otros periodistas es que no se limitó a informar sino que le imprimió su personalidad a lo que comunicaba.
Desde la década de los 90 el tema de César Augusto López Arias, su carisma, su papel en la prensa local y su muerte fueron tópicos de conversación con Edison Marulanda. Edison se puso en la exigente tarea de recuperar y de reconstruir con rigor y con imaginación la historia de este personaje. Por eso lo que tenemos acá es un aporte a la bibliografía regional y al periodismo en Colombia.
En lo que se refiere a la historia regional se tendrá que reconocer como la historia de cada ser humano es también la historia de los entornos que habitó, de la ciudad que recorrió y sin duda a través de la figura de López Arias se puede reconocer una ciudad, cada vez más distinta a la que vivimos hoy, treinta y dos años luego de su asesinato. La ciudad de César Augusto López Arias podríamos describirla como una ciudad todavía idílica: se podía caminar sin la necesidad del automóvil o hasta del transporte público. Eso le permitió a un periodista inteligente como lo fue López Arias tener sobre ella una mirada que la abarcaba, que la podía penetrar en sus diferentes intersticios sociales. De hecho la Pereira de López Arias era una ciudad que el mismo caminaba: escenarios de comunicación y de poder eran estratégicamente cercanos: las oficinas del diario La Tarde en la calle 21 con carrera 5a, el antiguo edificio de Caracol en la calle 20 con carrera 6ª. y el lugar donde hoy estamos: la sede de la facultad de Derecho y de aquella lamentablemente extinta facultad de Economía.
El hombre del bastón y de la larga barba resultaba demasiado visible, hacía parte de los referentes de la ciudad de aquellos tiempos donde era posible tener un nombre propio y más cuando la radio y el diario vespertino ofrecían su voz, su retrato en la columna Isla Negra, su figura en los sucesos de cada día. Demasiado visible para las personas que lo admiraban y encontraban en él alguien en quien depositar sus quejas, demasiado visible para aquellos que les molestaba su regodeo con su imagen de figura social, demasiado visible y demasiado frágil para quienes no tuvieron que hacer ningún esfuerzo para seguir sus rutas cotidianas y esperar su salida de esta misma universidad para asesinarlo.
Yo en particular era todavía un niño cuando César Augusto se encontraba en su pináculo, pero como la radio resultaba antes que la televisión el referente fundamental de los pereiranos, todavía a principio de los años setenta, el recuerdo grave de su voz estaba allí presente todos los días. Por el centro de la ciudad era frecuente verle pasar, bastón en mano, y tantos otros que como él ya son memoria: Enrique Figueroa el tenor, Luis Carlos González el poeta del bambuco, Silvio Girón Gaviria el periodista y escritor, Gildardo Castaño, profesor de esta universidad y líder comunista, asesinado como López Arias una década después.
López Arias ocupaba un lugar en la radio, al medio día o al atardecer, mientras se almorzaba o se comía, pues el periodista cumplía esa función de cohesionar la ciudad pequeña que éramos (yo diría que a nivel de gusto personal), perfecta en sus dimensiones y porqué no, en la que se llegaba a tener la sensación de una vida idílica.
Marulanda es ameno en el estilo, pero es riguroso en lo que tiene que ver con el manejo de sus fuentes: los testigos como Miguel Álvarez de los Ríos, José Daniel Trujillo, todos aquellos que conocieron directamente al hombre. El abordaje de la prensa de la época, de los diarios por los que pasó López Arias: El Diario, El Espectador, El Tiempo, La Tarde. El contrapunto que teje en el libro con las biografías acerca de Rasputín, quien como él ascendiera rápidamente por la corte rusa y que como él fuera asesinado. El César Augusto López Arias que reconstruye Édison Marulanda re-dimensiona al periodista. Sin ocultar lo que pudieron ser sus flaquezas humanas: su ego, el demasiado convencimiento de su propio poder, quien resulta ganando es el mismo César Augusto más cercano al que hubiésemos querido tuviera una vida más larga: un liberal progresista, un hombre humanista, cercano a las causas de los pobres, dueño de una pluma periodística amena, con una capacidad de poner al periodismo regional en diálogo con el periodismo nacional. Un hombre agnóstico, de ideas “progresistas” como se nombraba en los años setenta a quienes como él expresaban cercanías por gobernantes como Allende o Fidel Castro.
Edi Marulanda recrea aspectos como la inquietud que ejercía sobre toda la clase política de la ciudad (esa clase política formada en medio del Frente Nacional a la sombra del clientelismo y los caciques), como Camilo Mejía, Oscar Vélez, Jaime Salazar y sus sucedáneos actuales. La vocería y la capacidad de decir frases en los medios acerca de los ancianos desprotegidos, de los niños de la calle, de los más pobres, podían otorgarle a López Arias un papel redentor de los necesitados que le hizo popular entre las personas menos favorecidas. Pero a su vez, su personalidad tiene regiones oscuras: una ambición que puede pasar por extrema, la vanidad, la capacidad de ejercer el poder contra quienes se le enfrentan. Pero precisamente esto es lo que hace de López Arias una de las figuras más fascinantes de la vida pública, durante la segunda mitad del siglo XX.
Edison Marulanda, deja abierto un camino diferente al que se nos planteó acerca de su muerte. Es más, los elementos que deja sobre el escritorio pasan de las sospechas sobre unos vulgares secuestradores que cobraron un dinero del cual él se apropió de una parte en el proceso de intermediación de un secuestro, para mostrarnos otros sospechosos que tienen el rostro de un oficial del Ejército nacional y hasta de la responsabilidad del mismo Estado.
Precisamente su conocimiento de secretos y decisiones brutales de quienes tienen el poder le granjearon numerosos enemigos. En últimas no era un presidente que tuviera todo un cuerpo de seguridad rodeándole, ni tampoco un millonario que ejerciera su trabajo a la distancia desde Wall Street. Siempre fue un periodista y como tal estaba expuesto a los peligros del oficio. Su muerte, vista desde esa perspectiva, aparece como pieza decisiva que 32 años después une su muerte a la de muchos otros periodistas asesinados por situaciones parecidas: saber cosas de quienes manejan los hilos de las decisiones de la nación. Siendo consecuentes con la lectura que abre Marulanda Peña estaríamos iniciando apenas un proceso de memoria sobre una vida muy significativa para la ciudad. Su muerte, como la de tantas otras víctimas de la violencia, necesita de un esclarecimiento que haga justicia, y que repare de alguna manera el recuerdo: saber si su muerte fue como señalan algunos, por un desliz económico o si obedece también a lo que condujo a la eliminación de periodistas valiosos, autónomos como Guillermo Cano, Orlando Sierra o Jaime Garzón.
Pero también creo que está el reconocimiento a quien en últimas se apropia de la figura de César Augusto López Arias y es el mismo Edison Marulanda. Y es que tengo la sensación que hay elementos comunes entre ambos: el autor de este trabajo es un hombre que se ha hecho con su propia pasión, con su particular talento. A principio de los años ochenta todavía adolescente, realizaba turnos radiales en las emisoras de la ciudad, en ese horario emblemático de la radio que representa el curso para un locutor de cepa: de las doce de la noche a las seis de la mañana. Durante muchos años Edison fue un hombre de radio, como lo atestigua la calidad de su voz. Un hombre de radio que se especializó en el cosmos de la balada italiana e iberoamericana y las entrevistas. Le recuerdo también, como un enamorado de la educación, concluyendo sus estudios de secundaria en la jornada nocturna del Colegio Salesiano y escribiendo allí sus primeras columnas en el periódico de los seguidores de Juan Bosco, “Palestra”. Hombre de radio, pero también hombre de libros, hombre de lecturas. Hizo parte de la primera promoción que ingresó a la recién creada carrera de filosofía en la Universidad Tecnológica de Pereira en 1990. Los avatares de la vida le llevaron a incursionar en la administración municipal, dirigiendo la Biblioteca Pública “Ramón Correa”, para al final ir centrándose con esfuerzo en lo que sé son las pasiones de Edison: la docencia, la escritura y la radio. Este libro acerca de César Augusto López Arias es también un poco el resultado de un hombre forjado desde los medios de comunicación que se acerca a biografiar a otro hombre de los medios de comunicación.
Considero, para finalizar, que estamos en la tarea de elaborar un conocimiento acerca de muchas vidas que merecen ser contadas. Es más, toda vida merece ser vuelta a contar, y su carácter apasionante depende también de aquel que la cuenta. Como investigador de la historia local nos encontramos ante la recuperación de etapas de un pasado cercano, de un pasado del que podríamos preguntarnos si está afectando nuestros días o si por el contrario desapareció sin dejar alguna huella. Considero lo contrario, y es que el enigma de la muerte de César Augusto López Arias interpela una actualidad violenta como la colombiana. El regreso sobre su historia es apenas el justo inicio de un proceso sobre el cual deben llegar posteriores investigaciones y porqué no posteriores procesos de justicia.
Pero por ahora queda, a quienes conocieron la figura de López Arias, que disfruten estas páginas. Encontrarán en ellas toda una memoria de la ciudad. A quienes son más jóvenes podrán sin duda conocer un momento bien particular en el proceso de crecimiento de la pequeña ciudad de provincia, las bases y las articulaciones de lo mejor y lo peor que tenemos hoy. La ciudad está inscrita en cada hombre y la ciudad de César Augusto López Arias tiene inscripciones que nos hablan del progreso, de las esperanzas de los que llegan a ella, pero también nos hablan de zonas dolorosas y ocultas que siguen presentes y que es preciso comprender para hacer una mejor ciudad.